Ojalá nieve en Navidad...



     Ágata, a sus setenta y cinco años de edad, nunca había visto la nieve de verdad. 

     En Navidad le encantaba ver las típicas películas navideñas, donde las casas eran un espectáculo de luces multicolores y los pueblos estaban abrigados con una manta blanca impoluta. 

     Sus nietos se reían porque cuando hacía mucho frío, siempre decía, hoy sí, estoy segura de que va a caer una nevada impresionante, porque como decía mi abuelita Puri, mujer muy sabia, cuándo mi bola de nieve se ilumine nevará en Castella de Norbes... 

     —Abuela, enséñanos tu bola —le decían los críos risueños. 

     Y ella iba a su habitación a buscar la bola de nieve. La traía entre sus dos manos, como un gran tesoro y la agitaba varias veces y todos miraban embelesados como caía la nieve encima del decorado que había en su interior. Todos esperaban la magia, ver la bola iluminada. 



     —Es muy bonita abuela, ¿me la regalas? —le decía Elba llena de ilusión. 

     —Algún día... —le respondía. 

     Llegó el día de Navidad, estaban todos enfrascados con los preparativos, mama, papá y la abuela con la comida, el tío Alberto encendiendo la chimenea, las tías adornando la mesa y cotilleando y la chiquillería corriendo de aquí para allá con sus juguetes nuevos. 

     Elba aprovechó el bullicio para escabullirse y entró a la habitación de la abuela, encontró la preciada bola de cristal y la agitó con tan mala suerte que se resbaló entre sus pequeños dedos, cayendo, rompiéndose en mil pedacitos, cristal por todos lados, el agua derramada, la nieve apelmazada por todo el suelo. La niña sobresaltada, con un nudo en la garganta que no le dejaba ni llorar, se hincó en el suelo de rodillas, se puso las manos en el corazón y empezó a rezar. 

     —Por favor, Dios de la Navidad, ayúdame, me van a castigar, ha sido sin querer, yo sólo quería ver si se iluminaba la bola para que el deseo de mi abuela se cumpliese. Ayúdame, por favor, sé que no podré encontrar una bola igual, no permitas que la abuela me deje de querer... 

     Entonces, una gota salada bañó su ojo derecho, resbalando por su cara y cayendo encima de los puntitos de blancos de la falsa nieve, éstos se fueron separando uno a uno, convirtiéndose en bolitas diminutas plateadas que brillaron como estrellas y flotaron delante de la pequeña. 

     En el piso de abajo, se empezaron a oír chilliditos y risas. 

     La abuela gritó: 
     —¡Elba, ven, corre, te lo estás perdiendo, está nevando! 

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